
La vi mientras deambulaba por el Cementerio General después de una borrachera descomunal un día de esos -esos de arrancar de la casa día tras día para vagar por las calles de la ciudad, para escaparme de las "responsabilidades" impuestas, de la violencia...en otras palabras de la ignorancia de la juventud que me mantenía amarrada allí por el miedo, el qué dirán, y la lástima. Así, arrancando de la muerte en vida, llegué al cementerio. Congelada por la humedad y el frío, buscaba un lugar donde echarme al sol, tal cual una lagartija. Ya la experiencia me había enseñado que las tumbas negras sirven para eso: absorben el calor del sol mejor que las otras. Hasta no buscar una tumba negra para salvarse del frío, no te das cuenta cuán escasas son. Ya con la caña al máximo y unas tremendas ganas de dormir, echando de menos mis tumbas centroamericanas, soleadas, rodeadas de verde, me puse a reír como desquiciada frente a una tumba negra, de cierto rango social, que portaba un letrero rojo "se vende" de lo más común y corriente, igualito a los letreros "se arrienda" que guiaban mis pasos nauseabundos por los callejones de La Chimba en busca de una guarida que me brindara refugio -y escóndite- del habitante infernal de la casa del barrio Franklin. Se me ocurrió la idea de llegar a un acuerdo de arriendo con los dueños de la tumba. La tumba era sin duda una construcción de mejor calidad que cualquier arriendo a que pudiera aspirar, y con un poco de imaginación y unas cuantas flores más, pensé, podría casi olvidarme de que era, en realidad, una tumba. Y además, razoné con la claridad alucinante proveniente del pito de prensada asquerosa que me fumé para quitarme el trauma de la botella de vodka vacía que aún guardaba bajo el chaleco, aquí nadie me encontrará, ni siquiera la muerte -ella no anda buscando conversos entre las tumbas.