7.2.09

se vende


La vi mientras deambulaba por el Cementerio General después de una borrachera descomunal un día de esos -esos de arrancar de la casa día tras día para vagar por las calles de la ciudad, para escaparme de las "responsabilidades" impuestas, de la violencia...en otras palabras de la ignorancia de la juventud que me mantenía amarrada allí por el miedo, el qué dirán, y la lástima. Así, arrancando de la muerte en vida, llegué al cementerio. Congelada por la humedad y el frío, buscaba un lugar donde echarme al sol, tal cual una lagartija. Ya la experiencia me había enseñado que las tumbas negras sirven para eso: absorben el calor del sol mejor que las otras. Hasta no buscar una tumba negra para salvarse del frío, no te das cuenta cuán escasas son. Ya con la caña al máximo y unas tremendas ganas de dormir, echando de menos mis tumbas centroamericanas, soleadas, rodeadas de verde, me puse a reír como desquiciada frente a una tumba negra, de cierto rango social, que portaba un letrero rojo "se vende" de lo más común y corriente, igualito a los letreros "se arrienda" que guiaban mis pasos nauseabundos por los callejones de La Chimba en busca de una guarida que me brindara refugio -y escóndite- del habitante infernal de la casa del barrio Franklin. Se me ocurrió la idea de llegar a un acuerdo de arriendo con los dueños de la tumba. La tumba era sin duda una construcción de mejor calidad que cualquier arriendo a que pudiera aspirar, y con un poco de imaginación y unas cuantas flores más, pensé, podría casi olvidarme de que era, en realidad, una tumba. Y además, razoné con la claridad alucinante proveniente del pito de prensada asquerosa que me fumé para quitarme el trauma de la botella de vodka vacía que aún guardaba bajo el chaleco, aquí nadie me encontrará, ni siquiera la muerte -ella no anda buscando conversos entre las tumbas.

28.10.08

olas

Me niego a poner la califacción en esta tierra de locos, después de sobrevivir siete inviernos helados a la ribera de los Andes. Al llegar las nevadas invernales la cordillera parecía una gran oleada, congelada justo antes de arrasar con los rascacielos.

26.10.08

el silvador

El Silvador, Hernán González

Escucho el aullido de aviones de guerra volando bajo, los pajaritos arrancan con descomunal alboroto de alas y graznidos; hasta la lagartija que vive entre las matas de albahaca brinca por el aire y desaparece por una grieta de la pared. Parpadeando contra el sol veo pasar los aviones, al parecer hacen gala para los del aeropuerto naval al otro lado del río. Un águila sale huyendo, volando hacia el norte, o ¿será que tan patriótico show bélico de desperdicio descarado de petróleo haya tenido como gran final que los aviones cagaran águilas, expulsándo los pobres pájaros de sus humeantes traseros metálicos?

Imagino la sorpresa de las águilas al ser lanzadas desde los intestinos mecánicos de los aviones grisverdosos, y su alegría al volar más rápido y lejos que jamás creyeran posible (para no imaginarme el susto, las plumas chamuscadas, el crujido de los huesos huecos y delicados).

Pensando en las águilas y los peces apetitosos que encontrarán al llegar al mar, al escaparse de los aviones asesinos, silbo hacia adentro como es mi costumbre.

4.10.08

animas de papel

Bueno, dijo la niña, si te mueres te haré una animita con papel adentro. ¿Por qué? le pregunté. Para que escribas, me dijo, y así estarás menos muerta.

26.1.08

fantasmas


Aún me despierto de madrugada sin saber dónde estoy, sin idioma al alcance, muda, afásica, sin lugar, sin hogar, y sin estar. Por las sombras del departamento pasean los fantasmas, arropados en el olor a Santiago invernal; una mezcla de gas licuado, humedad, esmog, té negro y marraqueta tostada. Por la ventana, bajo la luz eléctrica de la esquina, veo las matas de bambú, las palmeras, las olas del río con nombre de santo, y me pierdo.

14.1.08

carta


Hace años que no te escribo una carta. Creo que la última vez fue cuando aún vivías en esa ciudad anárquica y fronteriza del desierto o tal vez en ese pueblo turístico y azulado de la costa, y yo vivía en ese puerto helado del norte o tal vez en centroamérica, salvajamente dolorosa y bella centroamérica. Los inviernos del desierto eran desolados y fríos como a tí te gusta, y las montañas del istmo eran verdes y llovidas, como a mi me gusta. Años después me pregunto cómo es que seguimos conectados, caminando sobre caminos paralelos, tomados de la mano.


9.1.08

insomnia

Después de un paseo trabajólico por la capital de capitalandia, una ciudad entera que labura bajo la sombra del gran falo blanco erigido a la memoria del prócer primogénito de esta patria, vuelvo a casa. Una cerveza, el río, la lectura, la insomnia acecha pero el sueño llega, silencioso, acompañante fiel hasta el amanecer.